Comentario
CAPÍTULO VI
Llegan los indios casi a rendir una carabela, y el desatino de un español desvanecido
Habiendo experimentado los indios que por mucho perseguir a los españoles no conseguían lo que deseaban, que era matarlos todos, antes les hacían navegar con más orden y concierto sin apartarse unos de otros, usaron de un ardid de guerra. Y fue que se alejaron de los bergantines o carabelas con esperanza que, descuidándolos, podría ser que se desmandasen unas de otras y diesen ocasión a que las desbaratasen hallándolas divididas cada una de por sí. Con esta astucia se quedaron el río arriba, dando a entender que dejaban libres las carabelas, las cuales navegaban con próspero viento. Yendo, pues, así en su viaje, se apartó una de ellas, sin propósito alguno, y salió de la orden que todas llevaban y se quedó atrás menos de cien pasos.
Los indios, viendo que no les había salido vano el ardid y engaño, no quisieron perder la ocasión que se les ofrecía, y así, a toda furia, arremetieron de todas partes con la carabela y abordaron con ella para la rendir y tomar a manos.
Las otras seis que iban delante, reconociendo el descuido de la compañera, amainaron las velas, y a toda diligencia volvieron con los remos a socorrerla, y aunque era poca la distancia, en ser contra la corriente del río, arribaron con mucha dificultad y trabajo, y, cuando llegaron al bergantín hallaron los castellanos que iban dentro tan apretados por la inundación de los indios que sobre ellos habían cargado que se defendían a golpe de espada y no podían acudir a tantas partes como era menester, por donde los enemigos entraban en la carabela, de los cuales había algunos ya dentro y otros muchos estaban asidos de ella. Mas con la llegada de los nuestros se retiraron afuera, llevándose consigo la canoa que la carabela traía por popa con cinco cochinas de las que habían reservado para criar [si] poblasen en alguna parte. Este fue el suceso del día decimotercio de la navegación de los españoles, los cuales, atribuyendo a la misericordia de Dios el no habérseles perdido la carabela, se apercibieron y encomendaron de nuevo unos a otros que, para no verse en afrenta y peligro semejante, tuviesen todos cuidado de no desmandarse ni salir de orden. Con ella navegaron otros dos días, y los indios iban siempre en pos de ellos, menos de un cuarto de legua, aguardando a que hubiese en los nuestros algún desconcierto para gozar de él.
Bien recatados y con gran vigilancia navegaban nuestros españoles, viendo cuán a la mira venían los indios para no perder ocasión en que les pudiesen ofender, mas por mucha diligencia que pusieron no les bastó para que el decimosexto día de su navegación no les sucediese una desgracia y pérdida de mucha lástima y dolor, y tanto más de llorar cuando la causa fue más desatinada y disparada y menos ocasionada de peligro que los forzase o necesitase a poner en riesgo de perder las vidas, como las perdieron cuarenta y ocho hombres de los mejores y más valientes que en el armada iban. Mas al desatino de un temerario no hay gobierno que baste a resistir, porque destruye más un loco que edifican cien cuerdos. Y porque se entienda mejor el mal suceso de los nuestros, se me permita contarlo a la larga cómo pasó y quién fue la causa de tanto mal y daño.
Entre los españoles de esa armada venía uno natural de Villanueva de Barcarrota, llamado Esteban Añez, hombre rústico, el cual metió en la Florida un caballo que, aunque villano de talle, era fuerte y recio, que por serlo tanto, o porque alguna flecha no le alcanzó por buen lugar, que es lo más cierto, había servido hasta el fin de la jornada y fue uno de los pocos que los castellanos embarcaron en los bergantines para esta navegación que vamos contando.
Pues como Esteban Añez hubiese andado siempre a caballo y se hubiese hallado en muchos de los trances pasados, aunque en ellos no había hecho cosa notable, había cobrado opinión de valiente y estaba en esta reputación, con la cual, ayudado de su naturaleza rústica y villana, andaba desvanecido y loco. Para confirmación de su locura salió de su carabela y entró en la canoa que llevaba por popa, diciendo ir a hablar al gobernador que iba delante. Salieron con él otros cinco españoles que había engañado diciéndoles que todos seis habían de hacer una hazaña, la más notable y famosa de cuantas se hubiesen hecho en todo aquel descubrimiento, y fueron fáciles de persuadir porque todos eran mozos. Y entre ellos fue un caballero de edad de veinte años, hijo natural de don Carlos Enríquez, que falleció en la batalla de Mauvila. Tenía el mismo nombre del padre y era gentil hombre de persona y hermoso de rostro cuanto lo podía ser hombre humano, y que en tan tierna edad, así en el esfuerzo de las armas como en la virtud de su vida y costumbres había mostrado de ser hijo de tal padre. Este caballero y otros cuatro, por la codicia de ganar la honra que Esteban Añez les prometía, entraron con él en la canoa y, con el achaque de hablar al gobernador, se apartaron de la carabela. Viéndose alejados de ella, arremetieron a los indios diciendo a grandes voces: "A ellos, que huyen."
El gobernador y los demás capitanes, viendo el desatino de aquellos seis españoles, mandaron a los trompetas tocasen a toda prisa a recoger y con señas y voces les decían mirasen el peligro en que iban y se volviesen a su carabela. Mas Esteban Añez mostró tanta mayor obstinación en su locura y desatino cuanto mayores voces le daban los suyos y no quiso volver, antes hacía señas a las carabelas que le siguiesen todas.
El gobernador, vista la inobediencia de aquel desatinado, mandó que en las canoas que los bergantines llevaban por popa, fuesen treinta o cuarenta españoles por aquel hombre, con determinación de mandarlo ahorcar luego que lo trajesen. Empero mejor fuera remitir el castigo a los indios, que ellos curaran su locura, como se la curaron, y no enviar a perder otros muchos que se perdieron por un perdido.